Discurso de presentación del libro en el Instituto Interamericano para la Democracia

“LA VENEZUELA IMPOSIBLE”

Buenas noches, y gracias a todos por venir. Hemos vivido demasiado tiempo hablando de la ”Venezuela Posible”, el mito aquel de que si solo no hubiese corrupción, habría abundantes recursos para desarrollar al país, la riqueza seria bien distribuida y todos seriamos felices. Que el potencial humano del país está a punto de florecer. Que hay que recuperar los reales robados para tener verdadera justicia social. El mito nocivo de que hay que sacar este gobierno de turno para entonces echar pa’lante, echándole la culpa  del problema a los otros… a gobernantes, a políticos, a potencias extranjeras, a los otros… y diciendo que los mandatarios son unos incapaces, tarados o imbéciles politiqueros perversos con interés propio por encima de todo. Hay quien dijese algo acerca de la definición de la locura: repetir la misma acción persistentemente a la espera de un resultado distinto cada vez. El libro trata de exponer la falacia de pensar en aquella Venezuela posible bajo el mismo modelo; la misma hegemonía ideológica y consenso de país que se viene aplicando por cincuenta años o más. No hay que ir más allá que las elecciones regionales del 15 de octubre para ver que hay sectores opositores que están en contra del llamado gobierno, pero no en contra del modelo. Que piensan que si ellos fueran electos si podrán aplicar de manera efectiva el capitalismo de estado y la justicia social. Que el país lo que está es mal administrado, no mal concebido.

Hay un dilema de fondo planteado en este libro. ¿Existe verdadero progreso? ¿Existe avance social? O es que acaso simplemente hay ciclos que se repiten matizados por cambios tecnológicos. En otras palabras, ¿estamos acaso siempre condenados a repetir nuestro pasado con variaciones de estilo, pero no de forma? Como alguien me preguntaba, ¿podrá Venezuela superar su militarismo genético? ¿Pudo haber sido de otra manera? En el libro recuento el período anterior a Chávez, un período caracterizado por fractura de los partidos, crisis económica y ansias de cambio. Suena familiar; hay como un cierto deja vu, de algo como que vivimos hoy, pero que ya se ha visto. 
Me acuerdo que hace alrededor de un año, la gran cantautora Soledad Bravo decía en un foro, aquí mismo, que le encantaba ver el Ávila, la montaña esa que se impone espectacularmente sobre el valle de Caracas. Decía ella que le encantaba verlo porque el Ávila con frecuencia tenía incendios y derrumbes, pero que siempre estaba allí, perduraba, reverdecía, siempre verde de nuevo. Eso, a fin de cuentas, es lo que quisiéramos ver en Venezuela. Pero realmente, y contemplando ese Ávila, ¿es que vivimos en eso, un ciclo recurrente de destrucción y reverdecer?
Hace muchos años leí un libro titulado, “La extraña vida de Iván Osokin”, por un autor de nombre P.D. Ouspensky, que algunos de ustedes conocerán. El nombrado Iván vive y revive su vida, a veces teniendo esa sensación de deja vu, ya visto, que pretende ser explicada en el relato precisamente por eso de estar reviviendo un mismo ciclo eternamente. Finalmente Iván logra romper el ciclo, lo llama “despertar”, y pasa a un nuevo plano metafísico, suponemos que mejor que el del continuo ciclo. Ese ciclo en el cual siempre comete los mismos errores: escoge la escuela equivocada, o la correcta pero la carrera equivocada, novias y amigos que lo distraen o que no, apuestas indebidas, etc., etc., hasta morir, renacer y hacer esa misma vida nuevamente una y otra vez. Una aterradora reencarnación.
¿Acaso una sociedad entera puede tener esa condena? ¿Vivir y reencarnar de esa manera, cometer los mismos errores, siempre los mismos? ¿Nunca “despertar”?
Santayana es famoso por decir aquello de que quien no aprende de su pasado está condenado a repetirlo. Pero posiblemente, para evitar esa condena, haga falta ir un poco más allá de un simple proceso de aprendizaje.  Como en el caso de Iván, hay que trascender el plano, romper paradigmas, cambiar el modelo.
Hay quienes dirán que eso suena a revolución. El problema es que esa es una de las palabras más desprestigiadas, abusadas y manipuladas en el lenguaje político de hoy: revolución. El sentido de esa palabra en revolución industrial, revolución tecnológica, revolución sexual, ese sentido del cambio paradigmático es difícil de ver en las llamadas revoluciones políticas modernas. Ciertamente lo que ha ocurrido en Venezuela en los últimos veinte años no se puede llamar revolución. Fue una sustitución de élites gobernantes, no un verdadero cambio de modelo. Una sustitución que mantuvo la práctica de las élites anteriores de rentismo, clientelismo y dependencia del estado, pero con varios factores que la distinguen, que le dan ese, su matiz especial:
·         un populismo desbocado, conducente al totalitarismo y a la ruina;
·         una asociación con elementos criminales y terroristas transnacionales;
·         y un entreguismo sin precedentes a una potencia foránea.
El régimen actual de Venezuela no puede mantener ese rumbo que ha venido siguiendo la última década, por no decir más tiempo.  Ese rumbo es insostenible y el mismo régimen y sus élites lo reconocen; por eso hay “disidentes” de la gestión pero no del modelo; por supuesto, también es por eso que la oposición, el país, reclama el cambio. El rumbo es insostenible. Hace falta la transición.
Ante esa necesidad de transición, la propuesta de cambiar la constitución, en sí, no es errada. Solo que lo que se propone no es un cambio, es una sucesión. Esa es la intención del régimen: simular cambio pero hacer sucesión.  Y su intención y método chocan con el concepto de república: soberanía en el pueblo ciudadano.
Con los resultados a la vista, no se puede decir que la constitución del 99 ha sido un éxito en el objetivo de lograr una sociedad próspera y consolidada. No solo porque el régimen ignora los elementos republicanos en ese documento: los elementos referidos a derechos ciudadanos y derechos civiles. Un problema es que ese documento tiene dentro de sí semillas que conducen al eventual abuso de poder que vive el país, comenzando por aquella visión que tenía Hugo Chávez en la cabeza desde antes de su celda en Yare, el gobierno cívico-militar. La plasmada en su panfleto, “Y cómo salir de este laberinto”. Esta semilla de la destrucción de la sociedad civil fue sembrada en el artículo 328, que estipula que las FF.AA. tienen participación activa en el desarrollo nacional. Dice así este artículo:
“La Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política, organizada por el Estado para garantizar la independencia y soberanía de la Nación y asegurar la integridad del espacio geográfico, mediante la defensa militar, la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional, de acuerdo con esta Constitución y con la ley.”
Esta participación activa se instrumenta en la ley orgánica de las FANB. Por ejemplo, en ella se establecen como propósitos:
Preparar y organizar al pueblo para la Defensa Integral con el propósito de coadyuvar a la independencia, soberanía e integridad del espacio geográfico de la Nación;”
Es decir, el pueblo, bajo el mando de los militares. Otro propósito reglamentado:
 “Participar en el desarrollo de centros de producción de bienes y prestación de servicios integrados de la FANB;”
Es decir montar empresas de producción de bienes y prestación de servicios. Un último, pero hay muchos más:
“Coordinar con las instituciones del sector público y privado, la participación de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana en la planificación del desarrollo de la región;”
O sea, que un municipio no puede ni siquiera hacer una zonificación o plan de mejora de un barrio, o un promotor idear un conjunto residencial, sin que algún militar tenga el derecho legal de probar la sopa y recomendar más sal o tomate.
Y así, sigue este reglamento. Una ley, basada en este artículo de la constitución, que ha permitido que las fuerzas militares se apoderen de la economía del país, controlando la red alimentaria, empresas mineras, interferencia creciente en la sociedad civil y, por supuesto, el narcotráfico, aumentando de esa manera el poder del estado bajo el presidente, el comandante en jefe, el líder supremo—al cual esta misma ley le concede el mando operativo de las FF. AA. 
Con la interpretación e instrumentación que le ha hecho el régimen al documento base del país, se ha violado y abusado el estado de derecho, la representatividad popular y el patrimonio nacional. Los ejemplos sobran; y ese llamado a una constituyente “comunal” es la pajilla final que le parte el lomo al burro, la pajilla que quiebra la república. La república: conformación del estado en la cual la soberanía reside en todos los ciudadanos de la nación. Esta constituyente es un intento de consolidar la autocracia, esa otra conformación de estado en la cual la soberanía, la palabra final sobre los destinos nacionales, la tiene el autócrata.
Pero el pueblo ciudadano es el depositario, el origen de la república y su soberanía no es transferible. La elección de la AC el 30 de julio, bajo cualquier escrutinio o análisis, es inconstitucional, cualquier pronunciamiento suyo irrito y su instauración profundiza el quiebre constitucional perpetrado por este régimen. Es decir, es un golpe a la república.
Sí pienso que debe cambiarse la constitución, sea mediante reemplazo o reforma que mantenga y refuerce los derechos consagrados en ella y restaure la primacía del poder civil. Es un primer paso para romper el ciclo recurrente, esa extraña vida repetida una y otra vez, el círculo vicioso cada vez más nocivo que ha llevado al país a su situación actual. Pero no basta con cambiar un documento, sellar un papel con tinta, emitir una gaceta oficial. Eso no hace nada. Ese paso no es suficiente.
Hay que, como dije anteriormente, cambiar el modelo, cambiar la manera de pensar, esa hegemonía ideológica, el consenso de país o, más bien, entender por qué es así y cómo hacer para enderezar las cargas y hacer, emprender un camino positivo hacia el desarrollo político, social y económico del país. En ese orden.
Los argumentos para mantener el modelo existente se sostienen sobre promesas populistas de redistribución social—la promesa del romanticismo socialista que ha lavado cerebros desde mediados del siglo XIX; y ese modelo se sostiene coartando la democracia y la libertad, únicas condiciones que con 150 años de historia han demostrado son las que permiten potenciar la capacidad de los pueblos para impulsar y hacer crecer su propio bienestar. Al coartar la democracia, se cae en clientelismo, se somete el gobierno a una élite, se le quita la soberanía al pueblo, se destruye el concepto de república. Al coartar la libertad se limita la capacidad creativa, innovadora de los pueblos y del mercado, la capacidad de responder a crisis y caos e incluso oportunidad de manera mucho más efectiva que la que tiene un cogollo, un grupúsculo planificador.
Pero la política no se maneja ni por la lógica ni por la razón; la política se maneja por la emoción y la pasión. Los intelectuales del liberalismo tienen claras las soluciones a problemas como los que aquejan a Venezuela y otros países socialistas o proto-socialistas. En el caso de Venezuela, el gran paso simbólico y práctico para iniciar la transformación del modelo sería la desintegración y privatización de PDVSA. Pero va a ser difícil llegar a eso si antes el liberalismo no modifica la hegemonía ideológica socialista, base del consenso de país. Si el liberalismo no se apodera del discurso emocional. No con discursos histéricos llenos de calificativos pintorescos, sino con el discurso que hace empatía en la desconfianza natural creada por las promesas quebradas del modelo existente.
El modelo populista es seductor, con símbolos y lemas simples, promesas amplias, enemigos imaginarios, reiterando que la corrupción es endémica y que hay que cambiar el sistema, refundar la república, empezar de cero, borrón y cuenta nueva… un eterno bla-bla-bla coloquial y simplón. Una combinación de factores fácilmente apropiable por un caudillo pico de plata, generando cultos, idolatrías y dioses en la tierra que nublan la razón y eventualmente requieren sacrificios de sangre en su nombre. Ante eso, la promesa liberal tiene que ser clara: la promesa de respetar la dignidad del individuo, ejercer la igualdad ante la ley, ofrecer igualdad de oportunidad y asegurar la protección de la propiedad individual—el triunfo y empoderamiento del individuo. Ese es el discurso liberal. La corrupción hay que combatirla, y eso es parte del discurso. Pero esta no se combate acrecentando el tamaño del estado, todo lo contrario. No se combate amordazando a la prensa, todo lo contrario. No se combate sometiendo el poder judicial al poder ejecutivo, todo lo contrario. No se combate creando arbitraje cambiario, permisología entorpecedora, pandillas para-militares y arbitrariedad en la aplicación de la ley. La corrupción se combate con libertad y democracia, no con tiranía y autocracia.
La promesa del liberalísimo incluye limitar el tamaño del estado para que este se ocupe de lo que se tiene que ocupar y no de vender harina de maíz, por ejemplo. Es entendible que al funcionario de gobierno que se ocupa de vender la harina de maíz le preocupe esa promesa de los liberales, de eliminar su cargo. Por eso el discurso liberal también tiene que incluir la promesa, verdadera y demostrable, de la creación de empleos productivos en el sector privado, donde reside la verdadera creación de la riqueza, la fuente de la prosperidad, apartando de la mente la idea de la distribución de la riqueza, la verdadera fuente de la miseria. Nadie llegará al poder diciéndole a la gente que va reducir el tamaño del estado cuando el 80% de la economía la maneja el estado. Nadie llegará al poder haciéndole creer a la gran mayoría que van a ser despedidos. Hay que explicar eso mejor, pero el legado de caudillos y mercantilismo entorpecen esa explicación.
Desde el advenimiento de la república la figura del hombre fuerte y noble con todo el poder para formar el estado y conducir los destinos del país ha sido un gran lastre para el desarrollo nacional por su enaltecimiento desmesurado. De esas figuras, Simón Bolívar fue el más emblemático. Pero muchos otros han tenido su turno: Antonio Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Pérez Jiménez, Carlos Andrés, y, sin lugar a dudas y por supuesto, Hugo Chávez Frías. Pero también los vemos en la literatura. Santos Luzardo, el noble civilizador, es el más destacado ejemplo. Pero aún más allá, los vemos en nuestras familias.
Sería raro que uno tirase tres piedras a una muchedumbre de venezolanos y no le diera a dos personas en cuya ascendencia hubo coroneles, generales o caudillos en las llamadas gestas heroicas de la historia del país—la guerra de independencia, las guerras federales, las batallas contra el Cabito Castro, contra Gómez, Pérez Jiménez, o en la lucha armada. Salvo inmigrantes muy recientes, ese es el caso típico. Posiblemente allí se encuentre ese “militarismo genético” del cual hablaba mi amigo y que mencioné al principio.
Mi familia, por ejemplo, cuenta entre su árbol genealógico, un coronel con busto en el campo de Carabobo, un sepultado en el Panteón Nacional y varios generales de varios bandos opuestos entre sí. Uno de ellos, al menos, murió en batalla, y otros sucumbieron a fiebres o infecciones. Y es que esa era la realidad hasta hace apenas dos generaciones, los pocos venezolanos que habían, porque la población no era tan numerosa, eran sobrevivientes. Sobrevivientes de pugnas fratricidas feroces que masacraron un tercio de la población dejando leyendas de guerreros en familia. Pugnas que dejaron reconcomios tribales subyacentes, fácilmente explotables por algún populista advenedizo.
Sobrevivientes también de una naturaleza inhóspita, cundida de enfermedades y una vegetación y aguas que lo arrasan todo. Entre los enemigos más debilitantes de los guerrilleros durante la lucha armada estaban la enfermedad y el hambre, acechándolos en esas montañas y montes aislados.
Los sobrevivientes de guerras, enfermedades, hambrunas y miserias necesitan esa mano fuerte y noble que los guie a través de su debilidad y recuperación.  La dependencia del sobreviviente ante el líder es natural, y es la que ha signado la historia de Venezuela. Cada nuevo ciclo de sobrevivientes ha dependido de un nuevo líder redentor con una nueva generación de expectativas, eventualmente irrealizables.  Me temo, tengo miedo, que pronto veremos un nuevo libertador o elegido liderando los sobrevivientes de la actual miseria venezolana.
Ese enaltecer del líder entre una cultura de sobrevivientes se confabula con la tradición mercantilista de nuestras sociedades en Latinoamérica. Esto no es casual, porque lo uno va de la mano con lo otro. El líder que otorga favores y facilita riquezas bajo su mando es un rezago del poder histórico y cultural del imperio español. Esta dependencia sobre el líder y las riquezas que distribuye hace que se generen vicios destructivos en la sociedad, en particular servilismo y tráfico de influencias. De allí nace la corrupción y una sociedad así puede fácilmente, y lo ha hecho en el pasado, decaer en autocracia. Para ser justos, la añoranza por el líder autócrata en momentos de incertidumbre, necesidad de cambo o de transición no es exclusiva de Latinoamérica, como hemos visto recientemente alrededor del mundo.
En la sociedad autocrática mercantilista, el mérito individual que permite maximizar el potencial del individuo no es el factor más importante en la creación del bienestar propio. El factor más importante es estar agraciado con el autócrata de turno. Insertar el petróleo en este ambiente tiene consecuencias explosivamente nefastas: corrupción en gran escala, desigualdad económica creciente, despilfarro de recursos y un aire de invencibilidad y superioridad, embriagador.  Si a esto se le suma la lógica asociación mental de las armas con la capacidad de poder, la ilusión de que un líder militar es capaz de lograr la transformación necesaria cada vez que ésta hace falta persiste entre muchas personas.
El problema con este tipo de liderazgo es el que sugerí previamente acerca de lo irrealizable de las promesas. Para llegar y mantenerse en el poder, la retórica populista es utilizada como herramienta por el líder mercantilista. Promesas vagas y lemas simples. Esas son las herramientas del populista ante problemas concretos y complejos. Retórica irrealizable, porque para mantener su poder y popularidad el populista tiene que aumentar siempre el nivel de su promesa y retórica. Una escalada constante de expectativas y confrontación creciente buscando encender la pasión electoral en vez del discurso racional.
Puede ser que esta sea una falla mortal de la democracia, puesto que, como dije antes, la movilización política se enciende por la pasión, por lo irracional, no por el intelecto o la lógica. Las pasiones se apagan si no se abanica la llama, y eso es lo que hace el líder populista, abanicar esa llama de pasión, enfrentando o inventando enemigos temibles, descartando verdades obvias. El apasionado líder de los sobrevivientes acumula así el poder, hasta finalmente apoderarse de la soberanía – un le état cest moi para nuestros tiempos. Un “el Estado soy Yo”.
Sí, la pasión motiva, sin lugar a dudas, y esa fue la razón fundamental que me llevó a escribir una serie de ensayos denunciando, a mi parecer con pasión, pero “no estéril” según un amable comentarista del libro aquí presente, lo que ocurría en Venezuela bajo la sombra del chavismo.
Sin embargo, la llama de la pasión efectivamente se apaga, como dicen estudiosos de la materia, y eventualmente comencé a ver lo intrascendente de algunos de mis pensamientos inmediatos sobre el chavismo, sus peripecias y sus fechorías.
Fue por ello que decidí aplicar un poquito más el intelecto al asunto aún a sabiendas que ese tipo de voz, la intelectual y ponderada, no es muy escuchada pero que si se argumenta e hila bien una reflexión comprehensiva, ésta tendrá mayor trascendencia que un comentario apasionado sobre una noticia de ayer. Es aquello de ver el bosque, la gran forma, la historia y el contexto.
Así este libro, originado en aquella pasión del momento, busca, tiene como objetivo ir más allá de aquel momento y entender el modelo de país que nos hemos forjado. Quería revisar las tuercas y los cauchos, la gasolina; darle golpecitos el carburador y los bornes; menear el cable de las bujías; chequear el retrovisor y las luces para ver de dónde venimos y adónde vamos. Ver si el vehículo es confiable o necesitamos otro que nos pueda llevar al destino que anhelamos: paz y prosperidad en una república con democracia y libertad.
Espero que de alguna manera haya logrado aunque sea parcialmente este objetivo en esas páginas. Ustedes dirán. Muchas gracias.



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